El asombro esencial
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En más de una ocasión hemos dicho que un niño es el prototipo fundamental del filósofo, porque se asombra y maravilla ante el mundo que va conociendo; alguien que jamás se acostumbra a tratar con lo que hay, sino que siempre se cuestiona por qué es así y si no podría ser de otro modo. Por eso, Aristóteles fundamentó en el asombro, extrañeza o admiración el deseo de saber.
Jostein Gaarder, en El mundo de Sofía, expresó: “Para los niños, el mundo -y todo lo que hay dentro suyo- es nuevo: es sorprendente. La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo absolutamente normal. Los filósofos son, en este sentido, una notable excepción. Un filósofo no acaba nunca de acostumbrarse al mundo. Para él, o ella, el mundo sigue siendo un poco absurdo, incluso un poco desconcertante y enigmático. De esta manera, los niños y los filósofos comparten una facultad básica. El filósofo tiene una sensibilidad igual que la de un niño, que le dura toda la vida”.
El filósofo y psicólogo español Ramón Bayés, en su libro Olvida tu edad, tituló el segundo capítulo La curiosidad y creatividad en la vejez, para subrayar que no hay edad en la que no se pueda uno asombrar y plantearse preguntas esenciales. Entresacamos algunas:
“¿Por qué moja el agua? ¿Por qué llueve? ¿De dónde sale el arcoíris? ¿Qué es la muerte? ¿Por qué el mar es salado? ¿Por qué las estrellas no se ven de día? ¿Por qué quema el fuego? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Por qué a la gente no le gusta estar sola? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la belleza? ¿De dónde ha salido el universo? ¿Existe algún político que no sea corrupto? ¿Cómo se puede reconocer?”
¿Mantengo el asombro esencial?