El amor es mejor negocio que la guerra
En un hotel de lujo, habilitado como cuartel neutral, se reunieron las autoridades de los bandos enemigos. Había una gran mesa cuadrada y a un lado y otro, respetando el más riguroso protocolo, ocuparon sus sitios enfrentados los presidentes de las repúblicas en guerras; en seguida tomaron asiento los generales de las fuerzas armadas de cada uno de los ejércitos contrarios y, a continuación, tomándose su tiempo y entre bromas, llegaron los verdaderos jefes de uno y de otro país, los hombres del dinero: banqueros, industriales y comerciantes. En ese gran salón, sólo estaba lo más selecto de los altos mandos; el resto: mandos medios, pueblo y tropa habían depuesto las armas y se entregaban a un frenesí copulatorio de todos contra todos o, mejor aún, de todos entre todos que liberaba tal magnitud de energía que las calles y los edificios temblaban como si tuviesen mal de sambito.
¿Qué vamos a hacer?, preguntaron a coro los dos presidentes, y a coro respondieron los militares que más insignias ostentaban en sus chaquetas: No sabemos; se ha relajado la disciplina, ya nadie hace caso. Nuestras patrias peligran, corearon los presidentes y giraron la cabeza hacia los hombres del dinero como si buscaran el amparo de Dios.
Los hombres del dinero no gastaban uniforme; sus trajes eran creaciones exclusivas, al igual que sus anillos, sus relojes, sus corbatas y sus sombreros. Nada peligra, dijo uno de ellos, el banquero de traje de lino azul celeste, y su homólogo del país enemigo, con su sombrero de fieltro azul turquesa, asintió inclinando la frente. ¿Cómo es eso?, lloraron al unísono los generales que parecían no soportar el peso de tanta condecoración sobre sus uniformes. Muy sencillo, dijo uno de los industriales. Si en lugar de la guerra, la plebe hace el amor habrá un mayor número de obreros y contrataré más barata la mano de obra. Y yo, dijo el comerciante que traía de fistol un rubí del tamaño de una cereza, tendré más consumidores y aumentarán mis ventas. A las patrias no les sucederá nada, dijo otro de los banqueros, si los pueblos han decidido fundirse, fundiremos las patrias para erigir la patria nueva, fundiremos los territorios, fundiremos en un solo color los colores de las banderas; mezclaremos las estrofas de los himnos nacionales, mezclaremos las lenguas... mezclaremos lo que haga falta. Nada mejor que la armonía del coito, llámenle “paz” o como quieran: es muy buen negocio.
Los dos presidentes pescaron al vuelo la nueva línea política que habrían de seguir y, para tranquilizar a sus respectivos generales, decretaron la creación de una nueva presea: la Medalla a los Conquistadores de la Paz, y también por decreto el nacimiento de la nueva patria. Todos quedaron complacidos; pero, de pronto, los presidentes con voz acongojada preguntaron a coro: ¿Y nosotros?
¿Ustedes?, ah, sí, ustedes, dijo el banquero del traje azul celeste, la nueva patria necesita un gobierno, alguien que mande, que tome las decisiones por encima de todos, pues bien, la patria vive de día y de noche, que durante el día gobierne uno de ustedes y por la noche el otro. Se quedaron un momento pensativos y luego, nuevamente a coro preguntaron: ¿Y nuestras ganancias se verán mermadas por el horario restringido de nuestro gobierno? De ninguna manera, dijeron por primera vez a coro los hombres del dinero. Regresaron las risas y ambos presidentes levantaron sus copas de champaña para que todos brindaran por la rentable patria que nacía no sobre los cadáveres de la victoria, sino entre los jadeos del sexo.