El absurdo sinaloense
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¿Considera que en su ciudad la gente se siente protegida por el narco?, en otra sociedad podría ser una pregunta estúpida, socialmente incorrecta, porque la respuesta resultaría obvia, los ciudadanos responderían en el acto que para eso están las instituciones públicas y que ningún poder fáctico, por más poderoso, puede cumplir las tareas de seguridad que no sean los agentes de una policía o una Guardia Civil o Nacional, y en caso extremo inseguridad, el propio Ejército o la Marina.
Sin embargo, en un estado como el de Sinaloa, pareciera no imperar aquella cultura y lógica institucional, y el 35 por ciento por ciento de los sinaloenses, ha dicho en la reciente encuesta Percibe de la Coordinación General del Consejo Estatal de Seguridad Pública sentirse protegido por el narco y, el 54 por ciento de los residentes de Culiacán, afirma que su ciudad está protegida por este poder fáctico.
Y la explicación de esta percepción puede provenir desde una doble lógica: Este poder fáctico son parte activa de su vida cotidiana con sus dineros, inversiones, fiestas, rutinas llegando a convertirse en un sector no menor de la población, una suerte alter ego de realización personal o una suerte de inspiración por su capacidad de lograr más beneficios reales y simbólicos sin los esfuerzos convencionales (trabajo, tesón, educación, ahorro, sacrificio) y, la otra, porque existe la percepción de que los actores institucionales que deberían brindar seguridad frecuentemente están corrompidos, capturados por los propios grupos criminales, y al estarlo, aquellos abandonan sus tareas pautadas por la Constitución y las leyes reglamentarias.
Entonces, está la percepción del vacío institucional, la idea y la realidad con altas dosis de incertidumbre más el sentimiento de fragilidad, motivado por la ausencia de quien “debería cuidar”. Y así como en política, no hay vacíos, en materia de seguridad, tampoco.
Y esa sensación de seguridad que se muestra en los resultados de Percibe paradójicamente viene desde un sector del crimen que no quiere competencia. Que no quiere que otros les “calienten la plaza” incluso, que pongan en riesgo sus propios bienes y el patrimonio, como la seguridad de sus familias, lo que provoca que se forme una suerte de sistema informal de seguridad paralela.
Y en algunos casos de franca colaboración entre el poder criminal y los agentes de los poderes públicos. ¿Cuántas veces no hemos escuchado que la policía entrega detenidos al crimen organizado? No, pocas.
Entonces, impera, la lógica de la Medicina: “no hay mejor medicina, que la que cura”. El ciudadano promedio no distingue entre los tipos de agentes de la seguridad pública porque simplemente quiere sentirse menos inseguro. Y no le importa, quien le brinde esa seguridad. Se lo he escuchado, por ejemplo, a empresarios de Mazatlán, “gracias a ellos, el puerto no está como Zacatecas, Michoacán o Guerrero”.
Si es el policía quien brinda seguridad bien, si es el Guardia Nacional bien, si el Ejército o la Marina, bien; si es el narco bien, si son todos a la vez, mejor. La cuestión es no estar desamparado ni, los suyos.
Pero, está lógica podría estar rompiendo la idea de Estado, la visión de Max Weber para quien el único poder que detenta el “monopolio de la violencia es el Estado”. Ningún otro poder. Por más fáctico y poderoso que este sea. Sin embargo, ese mundo perfecto, lamentablemente, solo existe en la teoría del Derecho o la Ciencia Política o los estudios de Cultura Política.
En sociedades como la sinaloense, las cosas suelen ser distintas. Hemos tenido y tenemos gobiernos débiles y políticos atemorizados y corruptos que generan vacíos y aquellos son ocupados por el crimen organizado.
Y los agentes de este poder llegan a ser familiares, gente cercana, amiga, protectora, que hace justicia ipso facto sin tramitología burocrática. Sea desapareciendo, exiliando, desnudando, humillando o tableando a los facinerosos que no están alineados. Castigando a aquellos que no se comportan como recomienda el canon dominante. El efectivo. Aquel que no titubea, ni negocia con los pequeños, las ratas sociales. Y que impone su ley.
La del más fuerte. Generando así un nuevo orden de seguridad cercano al fascismo. Cuantas historias no hemos escuchado los sinaloenses de que cuando hay un desaparecido o el robo de un auto o el ataque contra los bienes patrimoniales de una familia, incluso, un exceso de las policías se acude no ante la autoridad, sino al “contacto” para este sea el que “ayude” a recuperar el desaparecido, los bienes o el respeto de los agentes abusivos.
Alguna vez un alto funcionario de un gobierno me lo me comentaba que en “casos especiales” la autoridad tocaba las “puertas correctas” y así, sólo así, se recuperaba a un desaparecido o el producto de un delito. Esta suerte de padrinazgo institucionalizado en nuestras rutinas está incorporadas a la vida de muchos sinaloenses.
O sea, los resultados que arroja la encuesta de percepción de la empresa Percibe, solo saca a flote lo que subsume nuestra vida cotidiana, la que está estrechamente anclada a nuestros miedos y certezas.
Es la cultura incubada a lo largo de décadas de conversión de la seguridad de los pueblos donde todos se conocen y confían; a la de centros urbanos donde en el anonimato todos desconfían de todos. Y en ese vértice de la desconfianza, hay sorprendentemente un botón de confianza. De seguridad de que ahí está, a la mano, el manto protector. Y eso genera agradecimiento, sentimiento de sinergia, de que no todo está perdido.
Vamos que hay asideros ardientes, quemantes, pero capaces de salvarnos. Capaces de darnos la oportunidad de seguir teniendo la sensación de seguridad, transitar por las calles y avenidas de Culiacán, Mazatlán o Los Mochis, pero, también, de cualquier pueblo o, mejor, de que cuando buscas transitar por caminos ignotos que llevan a los pueblos y rancherías pintorescas si existe permiso nuevamente sentir que no habrá de pasar nada. Que se volverá sano y salvo a casa. A nuestros afectos e intereses. Al confort privado.
Y en la mecánica espiral del absurdo aparece de vez en vez el gobierno con sus estadísticas y cuentas alegres de “hemos abatido los homicidios dolosos, los feminicidios, los delitos patrimoniales”, cuando, si es cierto, especialmente después del del 5 de enero, habría que ver el tamaño de la deuda que tiene con esa percepción del 54 por ciento de Culiacán y 25 por ciento de todo el estado.
Con ese poder paralelo que hoy está resquebrajado, por la geopolítica y la traición, la detención de Ovidio y de ese pasaje, del que no hemos terminado por ver todo.
En definitiva, las respuestas que dan los culichis registradas en un informe oficial son datos muy significativos de nuestra cultura política y, permiten formular, nuevas hipótesis, sobre una realidad incierta, cargada de incertidumbre y amenazas, pero, igual, no nos hagamos bolas, es lo que muchos somos, aunque digamos que no somos. Esa es nuestra esquizofrenia colectiva.
Al tiempo.