Dos papas y una Iglesia
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Roberto Blancarte
roberto.blancarte@milenio.com
Acabo de ver, a instancias de mi amigo Bernardo Barranco (con quien acabo de publicar el libro: AMLO y la religión; el Estado laico bajo amenaza) la película “Los dos papas”, de la cual él fungió como asesor para Netflix. Muy interesante y entretenida. Pero sobre todo aleccionadora. A pesar de ser ficción, la película está basada en hechos reales, particularmente aquellos que constituyeron el contexto de la renuncia del Papa Benedicto (o Benito) XVI en 2013 y la elección del primer Papa latinoamericano y específicamente argentino. Los diálogos obviamente no son reales, pero sí verosímiles: dos visiones de lo que debe ser la Iglesia, que se enfrentan y se encuentran, una Iglesia agotada por los escándalos de todo tipo, desde los financieros hasta los sexuales, mientras otra intenta ser compasiva y receptiva. Y todo en medio de intrigas palaciegas y temores por los errores cometidos en el pasado; la culpa por el papel de la Iglesia argentina y de Bergoglio, en particular durante los terribles años de la dictadura militar. Un retrato por lo demás muy humano de dos personajes que representan, según el guión, dos aproximaciones a un problema real: el papel de la Iglesia católica en la situación política actual del mundo. La película muestra claramente a una Iglesia que ya no sabe qué hacer para no perder fieles, ciertamente, pero, sobre todo, para no extraviar el sentido de su razón de ser, de su papel en la sociedad contemporánea.
Las actuaciones de Anthony Hopkins (como Benedicto XVI) y Jonathan Pryce (como el futuro Papa Francisco) son excelentes, al punto que hacen olvidar a los personajes reales. Y tienen, quizás por ello, la virtud de transmitirnos la humanidad de los papas de carne y hueso, además de sus filias y fobias. Por lo mismo, las limitaciones de su cargo, a pesar de tener, en principio un poder absoluto; esas que la edad avanzada de ambos (uno tenía 85 y otro 77 en el año de la sucesión) y la permanente lucha por el poder, terminan por agotar a cualquiera. Por lo mismo, la película nos permite revalorar la enorme honestidad del Papa Benedicto XVI, quien pudiendo arrastrar esos escándalos e intrigas por muchos años más, prefirió dar ese paso inusitado, pero ciertamente muy valiente, de renunciar a la sede de San Pedro. En efecto, Ratzinger no tenía ni el humor, ni el deseo de lidiar con esa podredumbre en la Iglesia. No era un político popular como su antecesor, ni populista como el que lo sucedería. Así que entregó las llaves, para que la Iglesia se sacudiera y escogiera a otro en su lugar. No estoy seguro que los cardenales, los obispos, los sacerdotes y el resto de fieles, entendiera en su momento el tamaño de su gesto. Probablemente el tiempo y esta película nos ayuden a hacerlo. Me queda claro, en todo caso, que el propio Bergoglio ya midió el tamaño del problema y muestra también signos del mismo agotamiento y desesperanza. No me sorprendería, por lo tanto, en su momento, una renuncia similar. Falta, de cualquier manera, el último jalón de Francisco.