Disparates de la reforma judicial

Centro Prodh
04 septiembre 2024

Un disparate. Así calificó Eugenio Raúl Zaffaroni, reconocido jurista y ex juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la propuesta de reforma judicial que pretendía instaurar la elección popular de jueces y magistrados en su país. Un disparate, había precisado ya antes el autor en su notable obra “Estructuras judiciales”, es cuando “se dispara contra la propia institución, desbaratándola”.

La imagen cabe para calificar la propuesta de reforma judicial aprobada en comisiones en la Cámara de Diputados y próxima a votarse en pleno, pues ésta dispara contra el funcionamiento de los poderes judiciales, desbaratándolos, sin solucionar en un ápice los graves problemas de acceso a la justicia que tenemos en el país.

En el dictamen aprobado recientemente permanecen los aspectos más preocupantes. Los foros a los que se convocó durante el verano de nada sirvieron; pesaron más los añadidos, sugeridos en la conferencia matutina presidencial, que fueron obedientemente incorporados sin mayor análisis por la mayoría que votó el proyecto.

Así, cuestionando la legitimidad democrática de la judicatura para controlar la constitucionalidad de las leyes aprobadas por el Congreso, la propuesta extiende mucho más allá del ámbito de la justicia constitucional su pretensión de renovar a la judicatura, pues no sólo busca hacerlo respecto de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de los juzgados y tribunales federales que interpretan la Constitución, sino respecto de todas las personas juzgadoras del País, incluso las del ámbito local que dirimen conflictos de justicia ordinaria en todos y cada uno de los estados de la República. Vale la pena insistir en esto: la propuesta no sólo pretende cambiar el funcionamiento de la justicia constitucional, lo que ya sería discutible en los términos en que se está haciendo, sino que arrastra en su atribulada pretensión reformista a la justicia común. Esta distinción importa, pues si bien ciertamente se ha discutido de manera profusa cuál es el mejor diseño para que la justicia constitucional preserve la deliberación democrática, no ocurre lo mismo con el diseño de la justicia ordinaria. No hay mucho fundamento para sostener que una juez que dirime juicios familiares en un distrito judicial local deba pasar por urnas, y menos aún para presumir que con ello impartirá mejor justicia.

La propuesta trastoca a la judicatura, pero deja irresuelto los problemas principales de la justicia nacional, generados en buena medida -al menos en lo que corresponde a la impunidad- por las ineficaces fiscalías. Votar a todas las personas juzgadoras para, en los hechos, botarlas, es una medida desproporcionada que generará años de incertidumbre jurídica y de erogaciones presupuestales tan onerosas como innecesarias. También causará rezagos que las víctimas resentirán en sus casos, de por sí ya demorados. Todo esto sin que hasta ahora pueda anticiparse algún beneficio. Y es que no hay base para afirmar que, por ser votadas, las personas juzgadoras serán más independientes y autónomas.

Como nos ha mostrado recientemente el cínico paso de un número importante de legisladores y legisladoras a las fracciones del partido mayoritario en ambas Cámaras, la elección en urnas en un país como el nuestro no asegura consistencia ni sujeción a los designios del electorado, por no decir que tampoco asegura un mínimo de dignidad. En nuestro contexto, además, puede preverse que convocar a elecciones para votar a las personas que dirimirán asuntos delicados en materia penal o de amparo abrirá una ventana de oportunidad para que poderes fácticos, como la criminalidad organizada, aumenten su incidencia ilegal. Sostener que esta reforma brindará mayor independencia frente a actores privados es un peligroso salto de fe que no tiene respaldo en ninguna evidencia.

Lamentablemente, el dictamen aprobado en comisiones no sólo incluye este disparate, sino que sumó otros. Por ejemplo, ahora se ha incorporado la amenazante figura de los “jueces sin rostro” para el juzgamiento de los casos de delincuencia organizada. Siendo sin duda necesario mejorar la protección de quienes dirimen casos de macrocriminalidad, adoptar esta figura es a todas luces peligroso. En América Latina así se acreditó cuando el régimen autoritario de Alberto Fujimori, que nadie podría calificar de progresista, adoptó esta figura en Perú. A la postre, la Corte Interamericana de Derechos Humanos encontró incompatible esta figura con la Convención Americana de Derechos Humanos.

En suma, está por votarse una reforma que será dañina para el País. Recordando la admonitoria metáfora con que Jesús Silva Herzog caracterizaba el inicio del sexenio, puede decirse que en el ámbito de la justicia se necesita urgentemente una cirugía mayor con bisturí inteligente y no una intervención torpe y precipitada, con machetazos cargados de saña. Sin embargo, es este último procedimiento destructivo y disparatado el que está por consumarse.

La reivindicación nacionalista que aprovecha la errática conducción de la relación bilateral por los vecinos del norte no cancela esta verdad. Debemos por eso agradecer a las y los jóvenes estudiantes que han salido a manifestarse y a externar sus preocupaciones en el espacio público. En ellas, ellos y otros cuantos actores cívicos -más que en los languidecientes partidos políticos de una oposición carente de credibilidad- se expresa la resiliencia democrática, que hay que acompañar de cara a un proceso que se avizora si es que prospera en su totalidad y con sus actuales términos el llamado “Plan C”. Desde el Centro Prodh no dejamos ni dejaremos de saludar y acompañar estos esfuerzos, como lo hicimos marchando el pasado domingo, incluso frente a voces que aunque se asumen progresistas paradójicamente hoy, ante el inminente disparate de la reforma judicial, quieren aleccionar a las y los estudiantes sobre cómo y por qué protestar.

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