Desde la cuarentena

25 abril 2020

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Cuauhtémoc Celaya Corella

celayacorella@hotmail.com

Con la emergencia, epidemia o pandemia, como le quieras llamar Inge, todo dio un vuelco. Lo de antes, se diluyó. ¿Qué es lo de antes? La vida cotidiana que según expertos, habrá que modificar. De una manera estulta, el gobierno sigue viendo hacia atrás y culpando a otros. ¿Quiénes? No importa los quienes, pongámosle Inge, los demás, y entre ellos, tú y yo. Hasta él de la vespertina, regaña periodistas por preguntas que le molestan, como cuando le preguntaron por qué había llevado a su hijo a una de las conferencias en sábado, si con ello rompía el protocolo sobre la seguridad. Busca en internet su respuesta, su regaño y su enojo. Se pega lo del de la mañanera. Conductas humanas.

Por eso, Inge, hoy divagaré sobre otro tema que me encontré viajando por los canales de TV. Por cierto, los medios de comunicación se han saturado de noticias, muchísimas falsas, otras chistosas, pocas ciertas y en la cuarentena, los minutos se vuelven largos aunque sigan teniendo 60 segundos. Lo que se hace se termina antes y las horas siguen, lo que rompe la rutina es a dar un ligero paseo alrededor de donde se vive. Se vuelve gratificante.

Caminar unas cuadras alejado de quien ocupa también la banqueta y hacerle al desconocido cuando el cubrebocas y los lentes no dejan ver el rostro, se vuelve necesario.

Al regreso, con el selector de canales en mano, busco algo que sea interesante, y ¿qué crees, Inge? doy con un canal en donde exhiben un documental que trata sobre el futuro de las librerías, y dedican un espacio para comentar sobre el cierre de la librería más antigua de Madrid. Me anclo en el reportaje y tanto la charla como las escenas, por demás interesantes. Te cuento.

La librería Nicolás Moya, fundada en 1862, especializada en venta de libros de medicina, veterinaria, agricultura, náutica y ciencias afines, ubicada en el número 29 de la calle de Carretas de Madrid, muy cerca de la Facultad de Medicina, que después se convertiría en parte de la Universidad Complutense de Madrid, lo que le daba una ventaja para la venta de libros para los estudiantes. Dentro de sus méritos estaba, de que el Premio Nóbel de Medicina de 1906, Santiago Ramón y Cajal, tenía un aula dentro de la biblioteca, donde atendía a sus estudiantes. Se van 158 años de ser estandarte del conocimiento.

Una guarida de libros, que iba ya en su cuarta generación, partiendo de su fundador. Le toca a la bisnieta de Nicolás Moya, clausurarla. Y la razón del cierre se debe a dos cosas: Una, nadie que estudia ahora, le interesa leer, y por tanto, no hay compra de libros y dos, señala su trabajador la sentencia de la actual generación: Con los apuntes (copias) y lo que leen en internet, sacan la tarea de estudiar. ¿Cómo ves, Inge? y así está la juventud no estudiosa de nuestros días. Por eso los títulos profesionales no tienen aquel valor sustentado en el saber. Triste realidad.

La última propietaria comenta que, “antes” cuando alguien iniciaba los estudios de una profesión, uno de los objetivos era comenzar a formar su propia biblioteca. El libro tenía un valor por su conocimiento y era testigo de los afanes del aprendizaje que se obtenía. ¿Ahora? Nada. Podría decir un graduado actual, que todo se lo debe a Google. Un engaño. Por eso hay déficit en el saber profesional, y no se producen quienes sucederán a aquellos “señorones” del saber. Ilustres maestros y maestras. ¿Una Emilia Obeso, Jesusita Neda, Agustina Achoy, un Cipriano Obeso, por mencionar sólo cuatro de ellos, en estos tiempos? Ni por asomo, Inge.

Lamentable que en la sucesión generacional, no broten esos botones para que la pedagogía y el saber sigan forjando nuevas generaciones. La fría pantalla y un teclado, borraron la bonhomía y la entrega humanista de la profesión de enseñar.

Con esos datos, encarrerado por saber, busqué cuales serían las librerías más antiguas en Europa y encontré nueve, que son: Librería Matras en Cracovia, Polonia, desde 1610; Bertrand, en Lisboa, 1732, en ésta, estuve hace un año; Hatchards en Londres, 1797; Galignani en París, 1801; Roca en Manresa que es provincia de Barcelona, 1824; Hijos de Santiago Rodríguez, en Burgos, España, 1850; La Fabre en Barcelona, 1860; Lello, en Oporto, Portugal, 1869; y Dom Knigi, en San Petesburgo, Rusia, 1919.

De México, ¿habrá registro de la antigüedad de sus librerías? En CDMX en los años 70, recuerdo Porrúa, Del Sótano, Sanborns, de Cristal, Gandhi, y otras. Aunque era fascinante ir a La Lagunilla las mañanas de domingo, a buscar libros usados.

Y en Culiacán, que no se distingue por ser ciudad lectora, la extinta librería Santa Rita por Obregón, Librolandia, México, que todavía existe, y dos más que quedan, y hoy Gonvill y las tiendas que tienen venta de libros.

Lamentable es que la juventud inscrita en universidades, no les interese la lectura, el saber, la cultura y menos, tener un acervo. Pero, pues al mal tiempo, buena cara, reza el refrán.