Desafiando al sentimiento de guerrero

Óscar García
10 octubre 2020

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Durante mucho tiempo, el término de guerrero lo hemos aplicado para describir a una persona valiente, luchadora, intrépida y desafiante ante los obstáculos de la vida.
Con bastante regularidad le decimos a una persona que está enfrentado un momento difícil “Tienes que ser fuerte”, “Eres una guerrera”, por mencionar dos de las frases más utilizadas para dar ánimo, con toda la buena intención de ayudar.
Estoy convencido de que lo hacemos con la mejor de las intenciones, pero ¿qué sucede en la mente y corazón de esa persona que está pasando por tan desafiante situación?, ¿cómo interpreta en su dolor esa responsabilidad de ser fuerte? Y más, si le agregamos que es una persona joven y trae todo el peso social de “ser feliz” que la sociedad actual le ha entregado casi como una obligación.
Tomaré de punto de partida una frase del “Manual del Guerrero de la Luz", de Paulo Coelho, que dice así: “Un guerrero acepta la derrota como una derrota, sin intentar transformarla en victoria”. Con base en esto me surgen poderosas preguntas: ¿Cuántos de nosotros nos desagarramos emocionalmente por dentro, pero sentimos “la necesidad de mostrarnos fuertes y casi insensibles” por fuera? ¿En qué momento fuimos tan inocentes como para creernos ajenos al dolor? ¿A quién queremos engañar, a los demás o a nosotros mismos? Si es a los demás, ya es todo un reto, pero si es a nosotros mismos el precio puede ser muy alto, excesivamente alto. Traigo a mi poeta rural, a mi madre, con su frase “Lo que la boca calla, el cuerpo lo grita”.
Me sacó de mi lectura nocturna una profunda conversación con una joven de 26 años que me decía desesperada “Quiero ser feliz”, pero con un tremendo miedo a aceptar sus miedos. Tenía cerca el libro “Manual de autoestima”, de mi amiga Mercè Roura, lo tomé del que denomino “El carrito de la felicidad” (invento de un servidor para afrontar la pandemia: en un carro de servicio con ruedas coloqué los libros que quiero leer, todo lo que puedo necesitar, con la ventaja de que lo desplazo de un lugar a otro de la casa. Aclaro, dentro de esta valiosa selección va incluido el termómetro infrarrojo y el oxímetro, por aquello de las dudas). Me voy directo a las consideraciones finales y le parafraseo a mi coachee: “Descubre tus miedos y ve por ellos, es la única forma de conseguir que lo que te molesta en la vida no se repita una y otra vez”.
Un largo suspiro de la joven precede a su afirmación: “No puedo con esto, es demasiado para mí”. Una larga conversación llena de preguntas nos lleva a un punto neural: ella quiere controlar lo que sucede en su entorno, se niega a aceptar una realidad, quiere ayudar a otros antes de ayudarse a sí misma porque alguien le hizo creer (y ella se lo creyó) que tenía que ser fuerte y no podía flaquear en “los momentos de la verdad” que la vida nos coloca. Un exceso de responsabilidad. ¿Cómo explicarle que muchas veces los mejores aprendizajes llegan en forma de problemas y repletos de malas noticias?
Una pausa consciente nos ayuda a centrar la conversación. Una afirmación poderosa: “Tengo miedo a…” detonó el principio de una pauta diferente y más esperanzadora. Poco a poco bajó el ritmo de su respiración, acompasó y dio ritmo y coherencia a sus palabras. Es el momento del cierre y de la pregunta ¿Qué te llevas de esta conversación? Su respuesta erizó mi piel:
“Ya entendí. Yo no estaba negando el problema, estaba exigiéndome demasiado a costa de mi paz y tranquilidad, y eso me causaba un mayor malestar”. Una pausa larga, una respiración profunda para continuar: “Todavía no sé cómo manejar mi miedo, pero sé que está ahí, lo acepto y quiero trabajar con él, sin huir”. Concluimos la conversación.
Mi mosquetero pregunta: “Papá, ¿qué quería xxxxx?”. “Tenía ganas de platicar”, es mi respuesta. Y él me contesta “Ya es noche, mejor que platique con su miedo”. Me quedé pensando que en la inocencia de su afirmación hay una profunda invitación que muchos necesitamos aceptar.
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