Dejemos que la imaginación haga su obra.

Juan José Rodríguez
20 febrero 2022

De repente fui al centro en noche de viernes a dos compromisos y, para matar el tiempo entre uno y otro, me metí a un sitio bien iluminado a releer “La casa verde” de Mario Vargas Llosa.

No me iba a poner ante mi celular durante 40 o más minutos, aunque he sabido de gente capaz de estar así más tiempo.

La traía en mi camioneta porque hace poco le compré a alguien un lote de libros usados y ahí venía esta fundacional novela.

De hecho, solo porque tenía varios de Vargas Llosa me animé a comprar esa pequeña pila de libros usados.

Confieso que tropecé un poco porque, por simples azares, este es el libro de Vargas Llosa que menos había releído u hojeado, aunque el recuerdo de su lectura permanecía invicto en mí. Uno se acuerda de sus primeros libros como también se acuerda de los primeros oficios o las primeras novias: exacta y difusamente al mismo tiempo.

Lo leí muy joven, cuando estaba deseando hacer una novela ambientada en la región semiselvática de las cosas de Nayarit pegadas a Sinaloa y quizás lo vi como el aprendiz de cineasta que se la pasa checando encuadres de cámara en esa primera inmersión.

Sí, mi primer intento de escribir novela iba por el género indigenista. Un amigo me dijo entonces que La casa verde era la mejor novela reciente sobre el tema de la selva, aunque la historia principal era sobre una casa de citas.

En mi primera lectura no me gustó tanto, porque había leído antes La Ciudad y Los Perros, La guerra del fin del mundo y la Tía Julia. Está creación fue algo distinto y hoy la veo como lo que es: apenas la segunda novela de Mario Vargas Llosa luego del éxito de critica de La Ciudad y los Perros, que narra su adolescencia en un colegio militar.

Sin embargo, a pesar de que la novela La casa verde lo ratificó como un gran novelista emergente, siento que sus personajes no tienen la misma fuerza incluso de los de el colegio Leoncio Prado y las calles de Lima previas, Como él reconoce, su estancia en la selva no fue muy larga.

Siento en La casa verde más notoria ahora la huella previa de las novelas latinoamericanas telúricas que le antecedieron por otros autores: “Canaima” de Rómulo Gallegos, “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría, “Los ríos profundos” de José María Arguedas y por supuesto, la primera de ella, La Vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera: Vargas Llosa toma así esa estafeta que implica el reto de describir la selva, su gente y sus plantas con lenguaje moderno.

Aunque es muy diferente, por las fechas y otros ecos, estoy seguro que su contemporáneo Gabriel García Márquez la tomó muy en cuenta cuando empezó a hacer Cien años de soledad.

Para la época, La casa verde fue una buena transición de esas viejas novelas impregnadas de costumbrismo y sigue vigente la fortaleza de su construcción y hallazgos. Hay ciertos ecos tonales de la novela “Santuario” de Faulkner y “Luz en agosto”, cosa que reconoce en el prólogo de 1998 que recuerdo haber leído en Letras Libres.

Pero también en el fraseo hay huellas positivas de su reconocida influencia de Juan Carlos Onetti, y el rollo determinista sartreano de esa época, de narrar historias deprimentes de gente derrotada y sufrida por la vida.

Y es que ambos han tocado un extraño tema recurrente en literatura latinoamericana, de ese tiempo: el burdel de la vieja escuela. Aquí la novela clásica de ese subgénero es El lugar sin límites del chileno José Donoso, llevada excelentemente a la pantalla en el cine mexicano.

Onetti decía que La casa verde le ganó a Juntacadáveres el premio Rómulo Gallegos porque en el prostíbulo de la novela de Vargas Llosa tocaba una orquesta y en la de él, no había música.

La gran apuesta de La casa verde es el lenguaje, tanto en los párrafos descriptivos barrocos como en los diálogos simples y directos. Es interesante su osadía de poner palabras extrañas sin recurrir al glosario que usaban siempre los autores de su época previa

Aunque estaba leyendo muy a gusto, no soy muy dado a releer en cafés o en bares tranquilos, así que decidí suspender la lectura y volver a empezar desde mi casa.

También resistí la tentación del lector moderno: buscar en Google los sitios donde ocurre la novela. Dejemos que la imaginación haga sola su gran obra.