De un gigante y un enano
¿Cuál es la palabra indicada? Quizá la calidad de infame. Los sinónimos abundan: innoble, indigno, bajo, malo, perverso despreciable, ruin, vil y hay más. Cuando una persona cae en la infamia, ha perdido esa calidad de humano que nos ha llevado milenios construir. Increíble que sea un médico y que ocupe un cargo relevante en la salud pública de nuestro País.
Inculpar a alguien que ya no está en este mundo es, esencialmente, ruin. Cómo defenderse, dar sus argumentos, explicar. Incluso en el caso de que hubiera algo de cierto en los reclamos, se camina por un sendero muy riesgoso, pues cualquier inexactitud sería perversión. Habría que exigirle a quién inculpa que deje el juicio a los historiadores. Pero todavía más bajo, más grave es mentir sobre la actuación de una persona. Eso exactamente es lo que ha hecho el nefando Subsecretario López Gatell con la actuación de Guillermo Soberón.
Hemos sido testigos de su capacidad para torcer realidades, lanzar muy orondo sonoras mentiras, ufanarse de logros inexistentes y demás linduras que lo pintan de cuerpo entero. Lo tuvimos como voz principal durante las primeras etapas de la pandemia. Las evaluaciones internacionales sobre su gestión ya están hechas. Alguien fue responsable de alrededor de 700 mil muertes “en exceso”. Por esa terrible realidad, ese individuo es el menos calificado para hablar de un mexicano notabilísimo en la ciencia, en la academia, en la administración pública.
Soberón fue el fundador del Departamento de Bioquímica del recién nacido Instituto Nacional de Nutrición que crecería gracias a su energía inacabable. Fue él quien impulsó la Sociedad Mexicana de Bioquímica y la Academia de la Investigación Científica. De ahí pasó a la dirección del Instituto de Investigaciones Biomédicas, en una actividad pionera. Fue coordinador de la Investigación Científica de la UNAM, su hogar académico. Ese científico se convirtió en su Rector en una etapa en la cual desde Los Pinos salían dardos envenenados. Algo similar a lo que ocurre ahora. No hizo excepciones políticas en la aplicación de la ley dentro del campus, lo cual le valió la fama de duro. No le importó en absoluto. Descentralizó la educación media superior de la UNAM creando los Colegios de Ciencias y Humanidades. Obsesivo de la planeación, miró lejos y creó las ENEPs ampliando horizontes. Tuvo la visión y se dio tiempo para fundar el Centro Cultural Universitario. Tomó posesión en un estacionamiento y, ocho años después, entregó la UNAM fortalecida y en una pieza.
Fue esa visión la que lo llevó a impulsar la investigación en fijación del nitrógeno, con impactos múltiples. Su obra académica es sólida y abundante. Pero el académico decidió ir más allá, tomar riesgos en el servicio público al que se entregó con gran pasión. Hombre sin partido, como Secretario de Salud enfrentó la aparición del VIH-Sida y sus espléndidos reflejos administrativos alertaron a los grupos vulnerables y rompiendo tabúes, irrumpió lanzando con fuerza el uso del condón. Reguló el tráfico de sangre y, gracias a esas medidas, México se convirtió en un caso de poca afectación frente a EEUU, Centroamérica y el Caribe. Así salvó miles de vidas. Le tocó parir la Ley General de Salud y dio los primeros pasos para la universalización de los servicios. Creía en el estado y actuó en consecuencia. Visionario, dio vida a la investigación sobre el genoma humano, enfrentando, ahí sí, a visiones muy conservadoras. Muy discreto en lo personal, “aspiracionista” tenaz, salió de Iguala y llegó al Colegio Nacional. Impulsó la ciencia, creó instituciones y fortaleció la salud pública. Qué más se le puede pedir.
Pero para la mente ruin, ese gran señor, fue uno de los padres del “neoliberalismo” al servicio de la “mafia”. ¡Qué capacidad para mentir, qué guion más aburrido, qué infame ser humano!
¿Por qué de su obsesión con Soberón? Quizá la explicación sea sencilla: no sabe de su condición de enano frente a la historia.