Copiar y plagiar
Llevo más de veinte años dando clases en diferentes universidades. Durante este tiempo, me he encontrado con colegas más duros o más laxos que yo. Recuerdo a uno que les decía a sus alumnos antes de que entregaran un trabajo escrito: “Pueden copiar o plagiar todo lo que quieran. En una de ésas tienen suerte y no me entero. Si me entero, reprobarán la materia, los llevaré al comité universitario y pediré que los expulsen. Ustedes decidan si quieren correr el riesgo”. Hasta donde sé, algunos lo corrieron aunque, que yo recuerde, nadie terminó expulsado.
El catedrático de marras solía contar su amenaza cada tanto, en un salón de maestros que era más una estación de tránsito a donde íbamos a rellenar nuestras tazas de café. Un día, lo confrontó un profesor más joven: “¿Hace lo mismo con los que copian una respuesta en un examen?”. El debate se volvió interesante. La mayoría de los profesores presentes habían cachado a alguien copiando o intentando copiar a su compañero más afortunado. Incluso los más rudos se habían limitado a quitarle el examen al copiador y ya. Ninguno había llegado al comité universitario ni mucho menos. Sin embargo, el acto de la copia es similar al del plagio: hacer pasar por propio algo que no es de nuestra autoría. Así que debería ser castigado de igual forma. Alguien más no estuvo de acuerdo: en el caso del examen, lo cierto es que el resultado o la respuesta no pertenece a ninguno de los dos, se está probando si saben llegar a éstos. En el del trabajo plagiado se busca que el texto entero (e inexistente hasta entonces) sea generado por el alumno.
Mentiría si dijera que se llegó a un acuerdo. Si acaso, nos quedamos pensando en nuestros métodos de evaluación. Supongo que, por experiencias similares, existen docentes que hacen exámenes diferentes para cada uno de sus alumnos (hay aplicaciones tecnológicas que lo permiten con mucha facilidad) y otros que tienen muy afilado el instinto para evitar plagios: no es tan complicado, uno sabe cómo escriben sus alumnos y, hoy en día, es muy fácil teclear una frase del trabajo en Internet y descubrir si existe un original previo.
Las discusiones han seguido en torno a este fenómeno bastante común en la academia: ¿cómo evitar las copias o los plagios? Han ido más allá: ¿es relevante pedir trabajos escritos, evaluar de determinadas formas, exigir ciertos procesos para titularse? Considero que todas estas discusiones son válidas: no sólo porque parten de inquietudes legítimas sino porque abren la puerta a modificaciones en los procesos de enseñanza y a su consecuente mejora. Pese a ello, lo cierto es que mientras esos cambios no se den, las reglas siguen siendo claras: copiar está mal, plagiar también (además de que es un delito) y, dependiendo de la institución, el docente o el sistema, tiene consecuencias para quien lo hace.
No sólo se habla en estas charlas académicas de cómo torturar a los alumnos, también hay anécdotas de indulgencia. Conocemos profesores que han permitido una copia, que han subido las décimas necesarias para no reprobar a alguien, que han promediado con laxitud. Cuando la culpa es del alumno, casi todos los profesores coinciden: se le perdona, se le ayuda o se es indulgente si el chico pide perdón, se nota arrepentido y promete no volverlo a hacer. Es decir, el primer paso es aceptar la culpa. Un alumno que niega, frente a la evidencia contundente, que plagió un trabajo, difícilmente podrá ser considerado para alguna suerte de excepción. Si, más aún, esgrime argumentos inverosímiles que incluyen viajes en el tiempo o absurdos mayúsculos, provocará una molestia mayor en quien evalúa. Si, exagerando, utiliza sus influencias, creará una situación casi insostenible que, al volverse pública, terminará condenándolo.
Al menos, eso es lo que sucede en las universidades donde he dado clases y en las que he tomado clases. Pero no puedo generalizar.
Aprovecho para desear a mis lectores lo mejor para el próximo año.