Confesión cínica de un ex egocéntrico
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Cuando miro en redondo creo ocupar el centro del universo, cuando me muevo, y todo me sigue y se distribuye en torno de mí, me convenzo de que soy el centro, pues las personas y las cosas están no solo rodeándome, sino que, desde mi punto de vista, unas están más cercanas o más lejanas de mí, siempre de mí. Soy el centro, me digo egocéntricamente. Pero cuando veo a los demás también creerse el centro, comprendo que soy un idiota como todos.
Y esta idiotez me viene desde niño, cuando lo quería todo para mí: mi impulso natural era asegurar mi existencia y, por ello, me llevaba todo a la boca. Mi madre tuvo que librar una batalla desesperanzada para que yo accediera, a regañadientes, a compartir “mis cosas”; aunque, tal vez, el aprendizaje más importante fue cuando dejé rodar “mi” pelota, porque dejé que rodara y que también los demás jugaran con ella. El juego me socializó; pero como mi instinto era incurable, como todos los instintos, jugaba para ganar, pues aunque resultaba más divertido jugar con otros, era enormemente más divertido si ganaba yo. No podía acapararlo todo, pero si conseguía ganar, tenía, por lo menos, las miradas de todos concentradas en mí.
En la pequeña comunidad de la que formé parte había algunas maneras de conseguir que uno fuera mirado, incluso, mirado de cerca, es decir: ad-mirado. La belleza era la más fácil, pues sin ningún trabajo, quiero decir, sin que sus poseedores tuvieran que hacer nada, poseían esa suerte y disfrutaban de su beneficio. Otra era el dinero: quienes podían dar y repartir eran buscados, requeridos, en una palabra, rodeados y, obviamente, se volvían el centro. Habían venido al mundo con esas gracias.
Quienes, en cambio, habíamos nacido sin los dones que regalan las hadas madrinas del destino, nos quedó la trabajosa tarea de decantarnos hacia lo que mejor nos salía. Aferrarnos a la pequeña habilidad, a la incipiente destreza con la que contábamos y así tener la vaga esperanza de llamar la atención algún día, ser alguna vez el centro. Y en el camino apareció el amor, el amor como el método más a la mano para conseguir, si no la mirada de todos, sí la mirada de alguien que nos convierte en el centro de su vida. Y para algunos también apareció la violencia, porque el pavor que infunde hace que se concentren las miradas, aunque sean miradas de temor y de odio, porque con la violencia se logra estar en el centro, aunque sea un centro maldito.
Y ahí nació de hecho todo: el baile, el canto, el boxeo, la poesía, el ajedrez, el deporte, la política… maneras múltiples con las que los desgraciados tratan de estar en el centro de las miradas, en el éxito que finalmente es el nombre con el que popularmente se denomina el centro.
Hegel explica toda la historia humana como la búsqueda de reconocimiento y tal vez tenga razón, pues aunque no todos se afanen por destacar públicamente, aspiran por lo menos a ser reconocidos en el ámbito doméstico: ser el centro en la vida de sus hijos, en el grupo de amigos, en el trabajo o, de plano, si no se puede más, en el rabo agitado de un perro. Hoy me pregunto con sinceridad: ¿tendrá algún valor estar en el centro, sufrir por estar periférico, afanarse por ganar centralidad? Idiotez universal —como dije al principio— es el día de hoy mi respuesta.
Twitter @oscardelaborbol