Con todas las de la Ley

María Amparo Casar
21 agosto 2024

Existe una gran disparidad entre la gestión de las políticas públicas del Presidente López Obrador y su gestión política. Diversos especialistas han demostrado la incompetencia y malos resultados de sus políticas energéticas, de obra pública y compras gubernamentales, de protección al medio ambiente, de mejora educativa y sanitaria e, incluso, de combate a la pobreza.

Los ejemplos son muchos: el desastre de Pemex y la CFE, la construcción del Tren Maya y del AIFA, el fiasco de la política de abrazos y no balazos, el lamentable estado de la educación, los retrocesos en la atención a la salud, el tratamiento de la pandemia, las compras consolidadas de medicamentos o la megafarmacia. Corona la mala gestión el dato de que la economía mexicana habrá tenido el menor crecimiento en cinco sexenios: el 1 por ciento.

Paradójicamente, hay un campo en el que el Gobierno ha sido devastadoramente competente. En la destrucción de la democracia y aquellos requisitos indispensables que la acompañan: la transparencia, la libertad de expresión, la independencia de los poderes, el respeto a los contrapesos, el apego a la legalidad, la posibilidad de defender los derechos humanos más elementales, las elecciones parejas, el uso político de las instituciones.

La legitimidad democrática ganada por López en las urnas en 2018 es indiscutible. Nunca un Presidente en la era democrática había obtenido un porcentaje y número tan abultado de votos. Con el agregado de que peleaba contra el partido en el poder.

Presidentes de otras latitudes lograron hazañas similares pero una vez en el poder se convirtieron en destructores de los derechos e instituciones que les permitieron llegar al poder.

Cuando López Obrador recibió su constancia de Presidente electo, nos ofreció a todos los mexicanos la certeza de que él no se parecería ni remotamente a ellos.

No cumplió en la práctica. Y, si el INE primero y el Tribunal Electoral después consuman el inconstitucional reparto de las 200 diputaciones de representación proporcional, adiós a lo que queda de democracia en este país.

Dentro de los 40 días que le quedan como Presidente y los 30 primeros días de la próxima Legislatura, López Obrador habrá legalizado un orden constitucional muy distinto al que fue construyéndose desde 1978 con la primera reforma electoral. Ésta reforma y las que le siguieron permitieron que el Congreso fuera plural y que los nuevos pobladores de las cámaras fueran ganando derechos fundamentales para la ciudadanía, mecanismos para frenar algunos abusos de poder y, sobre todo, contrapesos para acabar con el poder de los poderes. En esa trinchera estuvo López Obrador jugando, junto con el PRD y los opositores al sistema de partido hegemónico, un papel democratizador.

Una vez en el poder comprendió que era mejor gobernar como lo hacía el PRI: sin mayores y molestos contrapesos como un Poder Judicial independiente, un Congreso plural, un árbitro electoral autónomo, órganos de autonomía constitucional como el INAI o la COFECE, medios de comunicación con amplios márgenes de libertad o incómodas organizaciones de la sociedad civil que en todo se meten.

Hoy se reniega y se arremete contra lo que en algún momento fueron las glorias de los demócratas.

El nuevo orden constitucional con el que propone culminar su sexenio es una vuelta absoluta al pasado remoto del PRI. Si logra que los magistrados electorales dispongan la legalidad de que su coalición se quede con el 75 por ciento de la Cámara de Diputados con tan sólo el 55 por ciento de los votos lo que se conseguirá en resumidas cuentas es que:

- Disminuyan la autonomía e independencia del Poder Judicial, queden mermadas las facultades de la SCJN, se acabe con la carrera judicial y los jueces se sometan a un tribunal disciplinario electo por el pueblo.

- Se amplíen los presuntos delitos que merecen prisión preventiva para poder meter a la cárcel a quien se considere necesario sin el derecho a la presunción de inocencia.

- Que los derechos a la información y el resguardo de los datos personales queden en manos del propio Poder Ejecutivo y no de entes independientes que los hagan valer.

- Que el INE quede disminuido y capturado.

- Que a través de una reforma electoral se elimine la representación proporcional de forma que volvamos a la época en que un solo partido pueda apropiarse de todos los asientos de las cámaras legislativas independientemente de que la Oposición obtenga el 49 por ciento de los votos.

Esta es la realidad que nos espera para el 1 de octubre de este año si antes del 29 de septiembre se le otorga la mayoría calificada a Morena y sus partidos aliados.

No sé si la nueva Presidenta constitucional que entrará en funciones ejercerá todas estas facultades, pero si decide hacerlo, estará respaldada por el nuevo ordenamiento jurídico que le dejará su antecesor. A diferencia de López Obrador, ella podrá gobernar de manera autoritaria con todas las de la ley. O, también, podrá volver a cambiarlo.

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