Ceremonia inaugural
Claudia Sheinbaum no vive a la sombra del caudillo. Vive en las tenazas del caudillo. El poder del antecesor no es una atmósfera vaga, sino una malla de fuerzas que la rodean. Están dentro de su gabinete, en su partido, en el congreso. El inicio de su gobierno es la constatación de un hecho: la Presidenta no es -no lo es hasta el momento- la cabeza de la coalición gobernante. La ceremonia del 1 de octubre lo dejó más que claro: el saliente, no la entrante, es el vértice de todas las lealtades.
Y, sin embargo, la mujer que tomó posesión el 1 de octubre es una mujer decidida a ejercer el poder. No he visto en estos primeros días el aviso de una presidencia delegada. Sheinbaum reconoce las constricciones iniciales y empieza a abrirse paso con enorme cautela. No parece tener prisa. Tiene seis años por delante. En sus primeras palabras rinde alabanza al megalómano y adopta íntegramente su catálogo de frases. Su ambición pública, hasta el momento, es cuidar una herencia, no trazar un rumbo distinto. Lo que resulta más notable es que la Presidenta no solamente ha adoptado los lemas, sino que ha hecho suyas las trampas con las que su predecesor justificaba sus decisiones. Reiteración de lemas e invocación del principio de autoridad. Por ningún lado se ha asomado la mujer de ciencia que hace examen de los dichos comunes, que exige prueba y que logra razonar en público para fundar su política. Tal parece que habría que creerle a ella cuando dice que las reformas recientes no son autocráticas y que los cambios no desalentarán la inversión. Así será porque la Presidenta lo dice.
Las novedades son muy menores. En cuanto al estilo, una visión tan maniquea como la del antecesor, pero formas menos agresivas. Sheinbaum, al parecer, prefiere la política del desprecio a la política del combate. Prefiere ignorar que insultar. En cuanto al programa, una defensa de todos los programas heredados y la incorporación de tres elementos distintos: atención al medio ambiente, promoción de energías limpias y la incorporación de una amplia agenda feminista.
Pero esta semana no solamente fue atisbo del nuevo gobierno, fue también constatación del nuevo régimen. El martes pasado estuvo lleno de símbolos: la despedida pública del Poder Judicial, la matraca de la mayoría, la ausencia de oposición, los silencios de la Presidenta. La sesión del 1 de octubre puede ser considerada como ceremonia inaugural de la autocracia popular. Su primera fiesta. El régimen que nace tiene una cara muy visible: el culto a la personalidad. Tiene apellido porque más que ideas, es recitación de unas cuantas frases del fundador y porque, más que un horizonte ideológico, es una devoción. En el Congreso quedó el testimonio de un régimen que ha dejado de ser pluralista. A un lado de la Presidenta de la República, la representación de un poder de la República al que se ha condenado a la ejecución. Le quedan pocos meses de vida. Muy pronto, el Poder Judicial pasará abiertamente a las filas del oficialismo. Sheinbaum celebra que el contrapeso constitucional ha sido aniquilado. Frente a la Presidenta, un Congreso que no será espacio de negociación en el pluralismo. La mayoría, una aplanadora que actúa como porra en un estadio. Y las oposiciones, borradas. Para la Jefa del Estado mexicano, las oposiciones son nada. Ni una palabra les dedicó a las fuerzas que, aunque se les haya escamoteado una representación justa en el legislativo, captaron más del 40% de los votos en el país. El discurso de Sheinbaum es ya un discurso posdemocrático, porque asume que las decisiones de la mayoría son judicialmente incontrovertibles, porque ignora a quien piensa distinto, porque escapa del deber de razonar. No existe lo que no se nombra, dijo Sheinbaum. A juzgar por sus palabras, lo único que existe es el planeta de su partido y, si acaso, un manojo de empresarios.
La jefa del Estado coronó solemnemente a la nueva autocracia cuando, desde el Congreso, llamó a vitorear a su partido, a través de un Viva a su lema. No es democrático el régimen que confunde movimiento con partido, partido con gobierno, gobierno con Estado. Esa fusión autoritaria es el mensaje político central de la presidenta Sheinbaum.