Bonaparte: ante la historia, ante la ley
Vaya figura la del legendario corso, ahora llevada al cine con el estrépito de las grandes producciones y la estética destructiva del cine de superhéroes.
Napoleón va más allá de los clisés y lugares comunes. Ha sido rodeado de una neblina detractora que no siempre permite vislumbrar su estatura real ante el marco de la historia. Hay que acercarse con tiento y desprejuicio a su estampa y fiera silueta.
No es lo mismo saber de él por un programa cómico de televisión que ver su escultura en lo alto de la columna de bronce de la Plaza Vendôme, forjada con el bronce de los cañones fundidos que capturó en la batalla de Austerlit, a imitación de la columna del emperador Trajano en Roma.
Ver que el Arco de Triunfo tiene en su interior escritos los nombres de todas las impresionantes batallas que ganó es un privilegio solo para parisinos y viajeros de postín.
Es complicado acercarse al Bonaparte humano y al político. Sabemos por crónicas fieles que hablaba el idioma francés con un fuerte acento italiano, el cual nunca trató de disimular, ni siquiera al llegar al culmen de las más altas esferas. También que al llegar al poder, para desazón de sus chefs deseosos de darle cátedra de nuevos sabores, exigió que le preparasen sus platillos favoritos con los mismos productos baratos de antes, para no acostumbrarse demasiado a esos lujos cotidianos.
Por las crónicas de Laura Junot, Duquesa de Abrantes, me entero que el peinado del joven Napoleón - cuando era un promisorio oficial y usaba el pelo lacio, caído a los lados, a la manera del cantante hippie Sonny Bono -, era conocido en su momento como “oreilles de chien”: orejas de perro.
Si usted no quiere quedarse con la duda, busque en la red o en su biblioteca el retrato de Napoleón en la batalla del Puente de Arcole, en el año de 1796. Ahí el futuro emperador usa un cabello juvenil exaltado, antes de que los años y la calvicie le otorgasen ese mechón sobre la frente para disimularla.
Nos cuenta la duquesa que de joven entraba a su casa con las botas todas apestosas, después de haber pisado el purulento París siempre encharcado, y que ponía los pies cerca de la chimenea para que se les secaran, uniendo luego al mal olor el extraño crujido de la piel al secarse... Hoy ya nadie deja mojarse las chamarras o botas de ese material, pero en ese tiempo, no había de otra.
La madre de Laura entendía que el joven militar no podía pagarse un coche de caballos, pero de todos modos no dejaba de mantener en su nariz unida al pañuelo perfumado durante la primera media hora de su visita.
Uno podría decirse que este comentario proviene de la peor frivolidad y sangronería clasista podría ser vana; pero leyendo a esta señora tan criticona, que se casó con un amigo de Bonaparte llamado Junot, se aprenden algunas cosas que los libros de historia y los documentales no muestran a la primera.
Su figura de conquistador marcó a varios de los libertadores de América Latina, aunque pocos lo confesaron: Simón Bolívar, Antonio José de San Martín y Agustín de Iturbide deseaban ser como Napoleón a la hora de alzar espada, charreteras y penachos para liberar a Sudamérica y México.
Y gracias a su invasión a España se lograron nuestras independencias, pero más que como efecto secundario, fueron por la noticia de que se podían aplicar los principios revolucionarios para alcanzar la libertad y lograr lo que, hasta la fecha, es el sueño de todos los humanos: el autogobierno sin interferencias de fuera.
Todo eso de la mano de La Ilustración, algo que no nos quiso enseñar España, porque allá no se dio el enciclopedismo.
Tenemos una imagen más negativa de Napoleón porque muchas de sus proyecciones nos han llegado vía la cultura anglosajona, su principal enemiga y detractora. Y por supuesto, esta película proviene de ese mundo.
No fue tan bárbaro para dar un cañonazo a las pirámides ni dejar esa guerra por una esposa que lo tenían embebecido, según el guionista; lo que si es cierto y triste es que la cartas de ella a su amante fueron detectadas por los ingleses y dadas a conocer durante ese mismo periodo. Esto último es real e incluso más cinematográfico, o quizá debamos decir melodramático.
Que la cinta empiece con la voz de Edith Piaf con “La Carmagnole” ante una Marie Antoinette decapitada, es como si viéramos una vida de Pancho Villa con la voz de Chavela Vargas, entonando “La Adelita”, mientras don Porfirio se despide de Veracruz en el vapor Ypiranga.
Napoleón no estuvo ahí ese día. Ademas, “La viuda Capeto”, como fue conocida dicha reina por los revolucionarios, fue guillotinada en la Plaza La Concordia.
Parece ser que su mejor aportación universal fue el Código Civil. Antes los jueces en Francia y resto del mundo aplicaban criterios personales o de plano bíblicos en los casos más complejos en sus juicios, además de la desigualdad del campesino ante el gentil hombre. El derecho romano era una de las bases del sistema jurídico, pero hacía falta una homologación real en todo el territorio.
Bonaparte aplicó un reglamento a todos los jueces y eso fue revolucionario y se extendió a los países que dominó, los cuales, luego de la dominación francesa, siguieron aplicando o sus nuevos gobernantes se vieron obligados a seguirlo.
También hay otros legados inesperados, como la ley de enterrar por obligación a los muertos a seis pies de tierra por simple salubridad o que los niños maltratados pudiesen estar a disposición de los abuelos paternos.
La ley francesa consideraba muertos a ciertos criminales, sobre todo a los de carácter político. Estas personas no podían iniciar juicios, o hacer testamento. Como el matrimonio ahora era un acto civil, los juristas llegaron a la conclusión de que cuando se declaraba legalmente muerto a un hombre, su matrimonio también concluía, y por lo tanto, desde el punto de vista legal, la esposa era viuda. Napoleón protestó:
«Sería más humano matar al marido. En ese caso, por lo menos su esposa podría levantar un altar en el jardín, e ir a llorar allí».
Propuso a los juristas que contemplasen las consecuencias de su lógica desde el punto de vista de la esposa, pero tampoco en esto consiguió salirse con la suya. Sólo en 1854 se eliminó del derecho francés el concepto de «muerte legal».
También se dio cuenta de que el matrimonio legal era muy frío, como pagar una multa ante un juez, y propuso que se inventase una especie de ceremonia o discurso general. Tampoco lo logró, pero alguien aquí en México pensó en lo mismo al leer su escritos y, aunque su discurso cumplió esa función por un tiempo, hoy es criticado y omitido después de los cambios de nuestra sociedad: don Melchor Ocampo.