Basquiat, de Nueva York a México
El sino del escorpión le saca el bulto a la ajetreada y tóxica realidad mexicana actual y se toma la licencia poética (y política) de festejar cuarenta años de su primer viaje mochilero a la vieja Nueva York de los años ochenta, y de revivir aquella aventura callejera cuando descubrió la figura legendaria de Jean Michel Basquiat, encarnación pura del artista trágico, cuya obra por fortuna apreciamos luego en México en la memorable exposición de 2004 en Bellas Artes.
La Nueva York de aquel 1982 era alcaldeada por el demócrata Edgard Kock y mantenía vivo su lado salvaje, urbe bien distinta a la del nuevo siglo o incluso a la de los noventa. Una ciudad post action painting dominada por el pop warholiano, el expresionismo abstracto y el grafiti contestatario, y con tendencias expansivas a la transexualidad y el travestismo. Las bodegas del Soho se reciclaban como estudios, galerías y lofts y la vida nocturna se mudaba al posmoderno centro nocturno Palladium, mientras el underground reptaba por el callejonero Mudd Club. Aún no llegaba la política “tolerancia cero” del republicano Rudy Giuliani, diseñada para someter ese neoyorquino lado salvaje, ni el férreo control post 9-11. La vida callejera, la indigencia, los inmigrantes, el menudeo de drogas y armas, la segregación de barrios pobres, negros y zonas duras, hacían riesgosa hasta una visita al Yankee (¿junkie?) Stadium del Bronx.
A esa Nueva York de 1982 arribó por primera vez el joven arácnido dispuesto a pasar algunas semanas de vagancia. El concreto urbano hervía ese caliente verano y en Central Park la música puertorriqueña y cubana, el rock y el reggae, el punk y el rap daban cadencia a una multitud esparcida por los prados para tomar el sol, beber cerveza y fumar marihuana. El escorpión hizo nido con amigos en los conocidos Apartamentos Stuyvesant, una veintena de edificios de ladrillo rojo sobre la calle 14 del Este de Manhattan. Al norte vislumbraba el edificio de Naciones Unidas, al sur caminaba al Soho, la Plaza Washington y el Village, y aún alcanzaba a las orillas del Hudson, enmarcado por el majestuoso Brooklyn Bridge.
Por ahí vagaba entonces Basquiat, encarnación del lucrativo drama estadounidense de “vive aprisa, muere joven y deja un cadáver hermoso”, aunque esos finales nunca son agradables. “Olía a piel, pintura de óleo, tabaco, marihuana y al tenue vapor metálico de la cocaína”, declaró su amiga Jennifer Clement. En 1980 había dejado de grafitear los muros con peculiares frases firmadas como SAMO (Same old shit) y ese mismo año presentó ahí sus dos primeras exposiciones, pero su característico perfil de un cuerpo danzarín con rastas en la cabeza, y sus mensajes cínicos, filosóficos o políticos, eran esparcidos por sus imitadores en todo Manhattan.
De padre haitiano y madre neoyorrican, Jean Michel nació en un área clasemediera de Brooklyn en 1960, fue expulsado de las escuelas de arte, vagó por la urbe, vivió en la calle y se hizo grafitero y artista plástico para producir una de las obras del expresionismo abstracto más innovadoras; colaboró con Warhol, se cotizó en millones de dólares y murió en 1988 a causa de la heroína. Todo en 28 vertiginosos años de una vida quemada como fósforo en el aire.
Hacer negocio con un artista joven, rebelde y miserable es muy redituable en la cultura estadounidense, pero hacerlo con un artista además muerto de forma prematura es una mina de oro. Su amigo y compañero de viaje Julian Schnabel lo retrató en su película Basquiat (1996), durmiendo en una caja de cartón en la Plaza Washington. Poco tiempo después pintaba con trajes Armani de mil 500 dólares, salpicándolos de óleo y aguarrás, y vestido así se presentaba en las exposiciones de su obra y en las fiestas donde las celebraba. “No entiendo cómo la libertad de pintar produce tanta esclavitud”, dijo sobre el mercado del arte, y remató: “no hay negros en los museos. Los museos de arte son otra plantación algodonera del hombre blanco”.
Basquiat fue todo al mismo tiempo: el último party animal, un muchacho negro ligado a la delincuencia callejera, un grafitero negando sus raíces clasemedieras, un intérprete plástico de los marginados y desposeídos urbanos, un pintor intuitivo y vitalista llegado a la cúspide, un cortesano incómodo en el mainstream artístico neoyorquino, un iracundo aspirante negro al canon blanco del arte, un talento explotado por sus agentes, una criatura cínica haciendo marketing de sí mismo, un multiculturalista, un artista original. En mayo de 2019, un billonario japonés pagó 110 millones de dólares por un Basquiat. Un récord y una locura.
El 4 de octubre de 2004 se inauguró en el Palacio de Bellas Artes la muestra Jean Michel Basquiat, donde el público mexicano pudo acercarse a 32 obras de gran formato, dos objetos y un trabajo en papel del artista. El catálogo incluyó fotografías y ensayos del especialista Jean Louis-Prat y el crítico Alain Jouffroy, quien advierte: “Antes que golpearme, cada cuadro me tatúa”. La curadora mexicana Mercedes Iturbe (1944-2007), contribuyó con Basquiat: una vida al límite, en tanto el ensayo del escritor Mario Bellatin es una alteridad. Ahí, una supuesta asistente de Warhol recuerda: “Basquiat era una especie de príncipe del asfalto, capaz de reorganizar artísticamente una realidad con elementos nunca antes vinculados entre sí, un neosalvaje de la cultura”.
Mientras el alacrán recorría aquella muestra de 2004, recuperó la voz profunda de Lou Reed llamándolo a caminar por el lado salvaje, y regresó en el tiempo a la vieja Nueva York de su primera visita. Aún hoy, justo cuatro décadas después de aquella aventura neoyorquina, el escorpión aún escucha esa voz urgiéndolo: Take a walk on the wild side...