AMLO y las mujeres
""
@jorgezepedap
www.jorgezepeda.net
Feminicidio no es una palabra que forme parte del léxico de López Obrador a pesar de que ha sido un hombre sensible a los temas de equidad de género o derechos de las mujeres. Hace 19 años, en el 2000, mucho antes de que nos acostumbráramos a la palabra, AMLO presentó con orgullo un gabinete paritario (ocho hombres y ocho mujeres) para hacerse cargo de la Ciudad de México. Algo todavía inusual en los usos y costumbres de la burocracia de ese momento. Y a diferencia de las hipócritas cuotas de equidad de género que se pusieron de moda en las campañas electorales y en el Congreso, que suelen revertirse con el tiempo, al terminar su sexenio la mitad de las carteras estaban presididas por una mujer. Algo similar ha hecho con el gabinete federal que conduce los destinos de la 4T. Por lo demás, ha insistido que los recursos destinados a las familias sean entregados a las madres, y prácticamente ha convertido en directriz que sea una mujer la tesorera a cargo de las partidas destinadas a comités en barrios y escuelas. Una y otra vez ha dicho que las mujeres son notoriamente más honestas que los hombres. No es casual que en oficialías claves, en la secretaría de la Función Pública y en general en tareas de supervisión de recursos económicos suela preferir a una mujer. Tampoco tengo duda de que si de él dependiera en este momento, le encantaría que su sucesor fuera Claudia Sheinbaum.
Y, sin embargo, se le sigue saliendo un “mi reina”, o algo similar, para dirigirse a una reportera o a una joven que lo interpela, lo cual invoca toda la carga misógina que arrastra un apelativo que nunca usaría frente a un reportero. Si bien su tono es paternal, sin asomo de coquetería, y remite a usos tradicionales y familiares en la región de la que procede o la generación a la que pertenece, a estas alturas de la vida tendría que saber que este tipo de expresiones entrañan una condescendencia y un verticalismo que resulta ofensivo.
Feminicidios han existido siempre, aun cuando no se usara la palabra. Pero es cierto que el carácter endémico que ha adquirido en los últimos tiempos en países como el nuestro, ha sido resultado de la progresiva (aunque desde luego insuficiente) emancipación de la mujer en términos económicos, sociales y sexuales y la resistencia machista a aceptar el cambio.
Hace veinte años muchos de los asesinatos de hoy no habrían tenido lugar, simplemente porque tras una golpiza la mujer que intentaba sacudirse una pareja indeseada habría sido sometida. Actualmente muchas consiguen con éxito emanciparse de una relación nociva, pero en promedio cada día diez de ellas terminan perdiendo la vida en el intento. Una situación inaceptable, por donde se le mire.
Es cierto que la cuota de asesinatos asciende a 35 mil al año, a razón de cien diarios, la mayoría originados por actividades vinculadas al crimen organizado, una cifra que hace palidecer cualquier otro fenómeno. Pero en este caso, el de los feminicidios, trasciende una cuestión estadística para convertirse en una tragedia insoportable, una enfermedad social inadmisible. Se trata de crímenes de odio en contra de víctimas cuyo único delito es negarse a ser propiedad de un hombre abusivo.
Quizá López Obrador observe el problema como un capítulo de la espiral de violencia e inseguridad pública que vive el país y asume que no está escatimando esfuerzos para atacar el problema en su conjunto (entre ellos su ambicioso proyecto de una Guardia Nacional o su obsesiva reunión de 6 a 7 de la mañana al respecto todos los días).
Pero le ha faltado sensibilidad o no le ha dedicado el tiempo para entender la importancia de este tema. El feminicidio no forma parte de la agenda de reivindicaciones que le son naturales, pese a la sensibilidad que le ha caracterizado para solidarizarse con las víctimas de la injusticia y la miseria y con sectores vulnerables como ancianos, jóvenes y mujeres en general.
Si bien es cierto que el clima de inseguridad es un caldo de cultivo que favorece los crímenes de género, el fenómeno en sí mismo requiere de medidas puntuales que no pasan solamente por el combate al crimen organizado o el mejoramiento del sistema de justicia en lo general.
Hace unos días López Obrador externó en la Mañanera declaraciones demasiado genéricas sobre el problema, en momentos en que el asesinato de Ingrid Escamilla, particularmente salvaje, ha enardecido a la opinión pública. Y no mejoró cuando describió como una manipulación de sus adversarios el vuelo que se le ha dado a las manifestaciones de protesta de grupos feministas. Menos aún cuando, un poco harto del asunto, presentó días más tarde un decálogo de principios con relación al tema. Se trató de una serie de máximas vagas e incluso repetitivas, que no entrañan ninguna acción o política pública y con la cual el presidente pretendió zanjar en definitiva el problema (1 Estoy en contra de la violencia contra la mujer; 2 Se debe proteger la vida de hombres y mujeres; 3 Es una cobardía agredir a la mujer; 4 El machismo es un anacronismo; 5 Se tiene que respetar a las mujeres; 6 No a las agresiones a las mujeres; 7 No a los crímenes de odio en contra de las mujeres; 8 Castigo a los responsables; 9 El gobierno siempre debe garantizar la seguridad de las mujeres; 10 Nuestro compromiso es garantizar la paz y seguridad de México). En suma un planteamiento que parece improvisado, sacado de la manga, poco reflexionado (la mitad de los incisos son reiteraciones del mismo deseo). Algo que a juicio de sus críticos muestra que el tema no le ha merecido ni una fracción del tiempo dedicado a tratar de deshacerse del avión presidencial, por ejemplo.
Si no por concepción al menos por sensibilidad política, me parece que el Presidente tendría que reconsiderar sus posiciones y prioridades en lo que respecta a los crímenes de odio contra las mujeres, antes de que la factura de imagen se vuelva impagable.