Abierta herida

Rodolfo Díaz Fonseca
04 marzo 2020

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rfonseca@noroeste.com
@rodolfodiazf

 

Hay heridas que tardan en cerrarse y otras que parece que nunca sanarán. No hay recetas para asimilar el dolor ni manuales para impedir el sufrimiento. ¿Quién podrá descifrar por qué el apacible mar se torna, en ocasiones, tempestuoso? Es difícil mantener el equilibrio cuando la barca de nuestra vida se mece en tan turbulento vaivén. Hasta los apóstoles gimieron asustados a Jesús para que apaciguara la tormenta.

¿Cómo recuperar la paz y la calma después de sufrir un desgarrador descalabro? ¿Cómo seguir viviendo cuando no se encuentra la llave que abre la puerta de la esperanza? ¿Cómo despertar al rocío mañanero cuando la noche esparció permanentemente su oscuridad?

Es comprensible que la nave que ha partido visite muchos puertos y pueda, tal vez, no retornar. Empero, es difícil comprender que una pequeña canoa nunca sea botada para su propio viaje iniciar. ¿Sería mejor su fortuna al no ser considerada apta para emprender su ruta? Abundan las preguntas, pero escasean las respuestas. Cuando funestos nubarrones se ciernen sobre un alma atribulada no hay consuelo inmediato a su pena.

¿Cómo encontrar sentido a la propia existencia cuando se añora perpetuamente el vientre vacío de la ausencia? La fe señala perfectamente el polo al cual dirigirse y aferrarse en la aflicción, pero en ocasiones es difícil escalar la nevada montaña que aísla del valle del verdor.

Así lo comprendió Miguel Hernández al escribir su poema titulado Elegía: “No hay extensión más grande que mi herida,/ lloro mi desventura y sus conjuntos/ y siento más tu muerte que mi vida./ Temprano levantó la muerte el vuelo,/ temprano madrugó la madrugada,/ temprano está rodando por el suelo”.

Efectivamente, hay rosas que madrugan para florecer y otras que no alcanzan a inundar el mundo con su perfume.

¿Encuentra paz mi herida?