A mis 60 años, algunos episodios de vida. Ni ejemplo a imitar ni inspirador de nada

Alejandro Sicairos
25 abril 2022

Cuando bajo el resguardo de mi abuela Marcelina tenía que acompañarla a Vida Campesina a visitar a su hijo Salvador, al correr para alcanzar el tranvía “La pajarera” se me doblaban a mis 6 años las rodillas por la polio entonces amenazante, por lo cual en los intensos sesentas bajó la apuesta por mi expectativa de vida. Quién creería de aquellos agoreros que ayer llegué a las seis décadas de existencia y, aparte, con la fortuna de pisar 42 años el campo minado del periodismo.

Por si a alguien le interesa, voy a contar retazos de mi historia, por única vez, para honrar desde la vivencia personal las leyendas de tantos sinaloenses que, igual o más que yo, han alterado el sino con el cual llegamos a este mundo. Sin pretensiones, con absoluta claridad de la insignificancia del yo ante la inmensidad de mayores arrojos individuales o colectivos con origen en la perseverancia.

Aunque no tengo qué reclamarle a la vida, porque nada me debe ni le debo, soy como tanta gente sobreviviente de la pobreza extrema, donde medió la voluntad de muchos junto a la de mi padre Severiano por sacar adelante a sus cuatro cachorros desde el empleo de albañil y la circunstancia de ser también madre cuando mi amada Tomasa quedó mentalmente anulada para criarnos por un mal parto y la muerte de quien alumbró, Lupita, que habría sido mi única hermana mujer.

Al quitarnos esa mala racha la protección y el regazo materno, mi padre decidió dividir la custodia de sus hijos: mis hermanos Alfredo y Luis se quedaron con él y Severiano y yo con mi abuela materna. En realidad, nunca se separó de nosotros, sólo procedió con la mejor estrategia para proteger a chamacos tan vulnerables. Lo recuerdo bien zurciéndonos los pantalones rotos al colocar un foco bajo de la ruptura y tejiendo con hilo y aguja la reparación.

Con ese comienzo, en Tabalá la gente rumoraba por el destino incierto de los Sicairos Rivas. “O serán niños de la calle o serán drogadictos”, conjeturaba. A veces hasta las aguas bravas del río San Lorenzo cuchicheaban el mal hado de los cuatro niños que Severiano bañaba allí por las tardes, casi huérfanos, casi sin porvenir. Qué iba a saber el afluente que él se disponía a derrotar ese presagio negro y sacar destellos de esperanza en donde los hubiera, así fuera bajo las piedras.

Y sí. Entonces vino la suma de solidaridades y en los surcos de las plantaciones de tomate empezó la lucha con días que empezaban a las cinco de la mañana cuando el camión de jornaleros sonaba el odioso claxon llamándonos a abordarlo para hacer un trayecto de hora y media hacia el Valle de Culiacán. Con el lonche de tortillas de harina, papas guisadas y frijoles fritos, y la Dorotea ofreciendo parte de la cobija y algo más junto a ella en el frío intenso de la carretera.

Aquí aparece Martha, la mamá emergente que nos trajo nuevo amor de madre y sobre todo a dos hermanos más: Enrique, y Giovanni y Érika, la carnala que la vida nos debía. Antes de ello fallecería la nana Marcelina con la que aprendimos a amanecer con los buenos días de laboratorios Mayo, La Coralillo de Porfirio Cadena y los recados cifrados del narco y sus mulas de carga, al ser la radio aquel sensacional despertador. En la agonía de ella viví unos meses en el Hospital del Carmen entre los gritos de enfermos siquiátricos por los baños con agua fría y la presencia de Lupita “La novia” que arrebataba las revistas de Kalimán y las cambiaba por folletos de catecismo.

Así terminé la primaria en mi pueblo y el profe Abundio me descubrió algunas neuronas vivas como para convencer a mi padre que algo más sabía hacer yo aparte de cortar tomate. Y entran a escena mi prima Lucinda y su esposo Fernando para llevarme a Mazatlán a estudiar en la Secundaria Federal Guillermo Prieto. Junto a ellos viví en la Colonia La Esperanza hasta que un huracán nos sacó del cuarto rentado y obligó a invadir un lote en la Santa Elena para edificar el tejabán de lámina y ladrillo parado. Ni cómo olvidar mis desmayos de los lunes de honores a la bandera y la operación anti hambruna de los alumnos del taller de cocina para resolver mis ayunos, ni que mi gran amigo Jorge Sánchez y su familia de reposteros me proveían de pasteles y licuados en un puesto del mercado Pino Suárez, tratando de mitigarme la terca anemia.

Regresé a Culiacán a estudiar la preparatoria en la Flores Magón de la UAS ya que mis tías María Lina y Leonor decidieron recibirme en sus casas y mi amigo Gustavo me acompañó todos esos días a caminar desde la escuela hasta la Colonia Libertad porque el dinero del camión lo gastábamos en comprar bolillos para calmar los gruñidos de tripas. Otra tía, Ernestina, me ofreció apoyo a cambio de que buscara una carrera corta que sostuviera la educación profesional.

Entonces en la prepa convocaron a cursar un taller de periodismo y así empecé en 1980 la inmersión en esta actividad fascinante. Presumo que Mario Montijo es el padre de mi vocación de reportero y que la pasión por la noticia se alojó en mí desde aquel reportaje de investigación que realicé junto a Leo Espinoza, el hermano que el oficio me dio, al documentar para El Debate la tortura policiaca en el paraje Las Bombas de la ribera del Humaya.

La labor de reportero marcó mi destino y si lo hago bien o mal es una valoración a cargo de mis lectores cuyo juicio acepto con serenidad. Mi trabajo está disponible en las hemerotecas. Sólo agrego que el mejor logro de todos llegó cuando con Amalia, mi esposa, concretamos el sueño del que hoy son parte Alejandro, Viridiana y Jesús Daniel, nuestros hijos, nuestro todo.

Quien muy resistente soporta,

Haber leído hasta aquí,

Dirá que qué diablo le importa,

La forma en que yo viví.

Si les cuento mi vida a grosso modo no es porque esté al borde de la tumba. Nadie me ha informado que me halle en tal circunstancia. Es porque en mi niñez muchos de los que me conocieron auguraron que por enclenque y patichueco no iría más allá de la infancia. Y llegué al periodismo ante el asombro de los “santones” de las redacciones de aquellos tiempos; al cursar la Licenciatura en Periodismo fui por el conocimiento y jamás regresé por el título. Los premios los gasté con los amigos y los diplomas se los comieron las termitas.