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@jagudinoh
SinEmbargo.MX
Ya somos 8 mil millones de seres humanos los que habitamos este planeta. O un poco más, pues la tendencia sigue siendo positiva. Ocho mil millones de seres humanos vivos no demasiado lejos los unos de los otros.
Basta con pensar en el número con nueve ceros para darnos cuenta de nuestra insignificancia: apenas somos uno frente a todos los demás.
Uno que se agrupa, es cierto. Si compartimos alguna religión con miles de millones de fieles, no nos sentimos tan solos. O una nacionalidad con un centenar de millones. O un idioma con varios de esos centenares. O la idea de cultura occidental con una buena parte del mundo. O la idea de un sistema político o económico. O la de ser fanáticos de algún deporte, de algún equipo, de alguna actriz. O la de ser miembros de redes sociales donde ponemos a la disposición de quien quiera nuestros contenidos. Hacer esto, juntarnos en grupos inmensos, nos da la posibilidad de no abrumarnos ante el desamparo que podría significar el ser uno entre 8 mil millones de seres humanos.
Pero todos esos grupos son simbólicos, parten de una noción de intereses compartidos que, cuando hay suerte, no es tan falaz como parece.
No tendríamos ningún problema en traicionar, acusar, señalar e, incluso, violentar, a cualquiera de los otros integrantes de esos grupos. A fin de cuentas, son un montón de desconocidos.
Para lo cotidiano, para lo que importa, pertenecemos a grupos más pequeños.
La idea de la colonia, la vecindad, los compañeros de escuela o de oficina, los comerciantes de la zona, la gente con la que convivimos con frecuencia, resultan ser mucho más cercanos a nosotros que esos constructos simbólicos inmensos.
Pero este paso funciona a partir de coincidencias.
Hablo con mis vecinos porque viven al lado, sería difícil que lo hiciera si habitara la casa de casi cualquier otra de los miles de millones de personas.
Lo mismo pasa con la asociación de padres de familia o con quien decidió juntar los ahorros de su despido para poner una tiendita cerca de casa. Somos más apegados a estas personas pero sigue siendo difícil generar lealtades profundas para con ellas.
De ahí que terminemos refugiándonos en ese puñado de personas que nos significan algo. Los amigos con los que hemos elegido compartir la vida, la familia con la que nos une esa profunda abstracción que es el cariño. Un puñado de personas a nuestro alcance frente a la idea de 8 mil millones de personas más.
Y, pese a todos esos individuos, a todas sus historias, a la humanidad le ha dado por contar otras tantas.
Llenamos páginas enteras de ficción porque no nos basta la idea de la serie anecdótica de un desconocido del otro lado del mundo.
Miles de millones de historias acumuladas peleando por un hueco en nuestra conciencia porque nos resistimos a no asumirnos como individuos junto con el puñado de nuestros significantes.
Es cierto, nuestra historia de amor no tiene tintes trágicos, no enfrentó a dos naciones, no es la más apasionada ni la más original... para encontrar cada una de ellas, es necesario rastrear en esos miles de millones de personas que no están a nuestro alcance.
Somos, pues, insignificantes: algo que deberíamos considerar cuando nos damos ínfulas de importancia.
Sin embargo, somos también únicos.
Porque nadie va a negar que todas esas vidas, todos esos humanos, todas esas historias se pueden comparar al amor que sentimos por nuestra pareja, por nuestra familia; a la sensación inconmensurable de abrazar, por vez primera, a nuestros pequeños; al orgullo que nos provoca el éxito de nuestros hermanos o al entusiasmo de otra sobremesa larga con nuestros amigos.
Seamos, pues, relevantes para nuestro puñado de individuos.
Tal vez ése sea el primer paso para serlo, en alguna medida, para esos 8 mil millones de personas más, con sus historias a cuestas, sin nosotros en su conciencia.