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    El Carnaval es un catalizador de cómo están los ánimos no sólo de Mazatlán sino en otras latitudes. Porque esta fiesta pagana es un crisol de voluntades, humores, capacidades. Atraen a decenas de miles para ser parte de la fiesta colectiva más antigua del noroeste y en cada uno de los asistentes está su propia representación. Al menos en sus seis días masivos del Carnaval, sin contar claro, los que le anteceden y están destinados al diseño y montaje de la decena de monigotes simpáticos que alegran la vista del propio y el ajeno con su colorido sobre el Paseo Claussen y la avenida del Mar, la selección de candidatos a reinas y reyes de oropel, el dictamen de la Bienal de artes visuales Antonio López Sáenz, los premios Mazatlán de Literatura y el Clemencia Isaura de Poesía y hasta el operativo de seguridad que busca como todos los años la blancura del evento que no siempre se logra como sucedió en los años de la mayor violencia.

    La gente se vuelca a cubrir toda la oferta que le ofrece el puerto. El malecón es tomado por asalto por aquellos que sacrificando el sueño se quedan a dormir para defender unos metros del malecón como suyos y, tener, un lugar privilegiado en la escena del recorrido de los carros alegóricos con sus reinas, reinitas, reyes y princesas. Las plazas del Centro Histórico se llenan de visitantes que comen y beben mientras escuchan algunos de los ritmos que se mezclan en una extraña y estridente comunión con danzas inveteradas que anuncian la constatación de la máxima de “lo que pasa en el Carnaval, se queda en el Carnaval”.

    El Carnaval, como toda fiesta pagana, no parece saber de moral judeocristiana. La libertad es entendida como hacer todo lo que se antoje y permitan los múltiples ojos de los servicios de seguridad y el manual de las buenas costumbres. O, mejor, el Reglamento de Policía y Buen Gobierno, que está interpretado muchas veces a la medida del ojo de un buen cubero. A la ambición de un mal policía que ante la imposibilidad de ser parte del gozo colectivo se dedica a esquilmar al que no se conduce de acuerdo con su patrón de conducta.

    Y es que la fiesta de la carne tiene su lado oscuro. Los excesos están a la orden del día. Llegan al puerto todo tipo de personajes y, muchos de ellos, con el afán de que otro pague su viaje y diversión. Están los que vienen a robar un carro, invadir una casa habitación, asaltar a un comercio o un transeúnte. Otros, más modositos, van en busca de quién le pague las cuentas a cambio de lo necesario. Pero, son los menos, la mayoría echa la casa por la ventana. Consume ahorros o se endeuda. Nada que ver con la élite económica que evita en lo posible el contacto con la muchedumbre sin dejar de disfrutar de la fiesta. Son los que tienen apartamentos con vistas al malecón, al bucle cadencioso de la bahía, el breve pero intenso Paseo de Olas Altas que todos ellos durante las noches convoca a otros amantes de la fiesta. O, todavía, mejor, están los que organizan paseos nocturnos en sus yates desde donde observan la espectacularidad de la bahía con sus luces infinitas, colores y figuras chispeantes durante el Combate Naval.

    Sin embargo, en estos días el puerto se democratiza y todos caben con su propio desmadre. La Quema del Mal Humor que este año lleva sin chiste las “altas tarifas del servicio de la telefonía celular” que a nadie entusiasma y contrasta con la alegría colectiva de ver en la pira el monigote rollizo del ex Alcalde Luis Guillermo Benítez Torres, “El Químico Benítez”, durante el Carnaval del pasado año y que según un sondeo del diario Noroeste la gente de a pie pedía que nuevamente ardiera este personaje que ha convocado en su contra a todo un pueblo que ha sufrido sus excesos y desmanes.

    Quedarán todos ellos para siempre en los anales de la historia de las fiestas carnestolendas y en el imaginario colectivo, como una de las frustraciones políticas del llamado partido de la “esperanza de México” y es que, de acuerdo con las tradiciones políticas de este pueblo irreverente, infiel y generoso, podría cobrar la afrenta en las urnas durante las jornadas de las próximas elecciones concurrentes absteniéndose o votando por los candidatos de la oposición.

    La llamada Quema del Mal Humor y el Combate Naval son en términos efectivos el punto de partida para que bandas de rock, jazz, chirrines y música regional echen a volar sus sonidos más ortodoxos. Es el momento cuando la gente ya con unos tragos encima celebra con todo su Carnaval. Viene el baile, el encuentro con el otro, la posibilidad de un romance fugaz, efímero, cachondo y sin espacio para el arrepentimiento.

    Ese tipo de encuentro que provocan alumbramientos de nuevos patasaladas a los nueve meses siguientes. Aquellos que nacen en noviembre con el sello erótico de Escorpión. Considerado con Leo los signos más calientes del zodiaco. Los que con el paso de los años vendrán a refrendar la ruleta de la fiesta orgullo de los mazatlecos. Y es que es una tradición genital motivo de todo tipo de alusiones y bromas que a nadie escandalizan sino, por el contrario, son el sello de la casa. De la fiesta a la que nada tendría que pedir a los brasileños con sus ritmos pegajosos que llevan a que sus lindas exponentes de la samba sacudan generosamente sus volúmenes alimentando el apetito, deseo. O si, pero allá vamos, con algunas de nuestras comparsas todavía tímidas incapaces de mostrar la carne explícita, sudorosa, para el gozo de los miles de convocados, los que han venido de los estados limítrofes o mucho más allá para sacudirse el tedio de la rutina.

    En definitiva, el Carnaval de Mazatlán es todo un tour, un escaparate, de lo que ofrecen los mazatlecos a un mundo convulsionado por la violencia y las ganas de olvidarse al menos por unos días del lastre de las mañaneras, semaneras y discursos políticos infames.

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